Anselm Kiefer - Walhalla

«Hago arte para encontrarme a mí mismo»

En la exposición Walhalla que presentó Anselm Kiefer (Donaueschingen, 1945) en Londres había una sala llamada ‘Arsenal’ con todo tipo de arte-trastos, objetos que él guarda en su estudio y que ha recreado para la muestra. En un armario de compartimentos con semillas cuelga una serie de envoltorios con polvos mágicos escritos en castellano con enunciados como los siguientes: «Legítimo polvo de gallina negra contra el mal de ojo», «Polvo mágico de Gato Negro de no me olvides y quiéreme siempre», «San Miguel Arcángel líbrame del demonio», «Sal negra para retirar malos vecinos» y/o «Sal roja Flor de la pasión».

«Los polvos mágicos los encontré en México a principios de los años 90, me parecieron tan chiflados y tal locura que me los llevé, los he guardado hasta ahora, ¡qué locura!, polvos mágicos que lo curan todo», contesta el artista añadiendo que ‘Arsenal’ contiene los materiales para su trabajo, los medios de los que él se vale para crear sus esculturas y sus pinturas. Lo que no se incluye en el arsenal citado es una de sus mayores herramientas: la historia de Alemania, de Europa y del mundo desde la Segunda Guerra Mundial.

                                                  

Los 1.300 metros cuadrados de espacio de la White Cube Gallery de Bermondsey, en el sur de Londres, son como un mepresentar Walhalla han ensanchado y oscurecido las paredes y han menguado las puertas. La galería se ha convertido en un claustrofóbico espacio de decrépitos objetos y raquíticas bombillas que emiten una luz tenue y amarillenta. Walhalla abre con un largo y oscuro corredor de camas de hospital con sábanas de aluminio y nombres de personas relevantes a la vida del artista. Al final del corredor una imagen de un hombre de espaldas que se aleja. «Ése soy yo, es una imagen vieja, el artista se va, sale fuera del teatro, se retira y deja su obra al observador porque el artista no es el importante, deja su arte y él desaparece», explica Kiefer.

Anselm Kiefer nació en 1945, el año que acabó la Segunda Guerra Mundial y Alemania se enfrentaba a su reconstrucción física y material, y psicológica. La forma con la que Kiefer ha sorteado su identidad colectiva le ha catapultado la etiqueta de «pintor de la historia», una historia marcada por el Holocausto y el consenso surgido tras la Segunda Guerra Mundial.

Walhalla toma el nombre del monumento que levantó en 1862 Ludwig I, rey de Bavaria, a las glorias alemanas, una especie de acrópolis de los famosos que a su vez aludía a la mitología alemana, el paraíso donde descansan los sacrificados. La mitología, la religión, los paisajes destruidos, la poesía y la música andan velados en las obras pictóricas y escultóricas de Kiefer. «Cuando tenía unos 14 años de edad, mi madre escuchaba óperas de Wagner en la radio, quedé fascinado porque nos llevaban a otros lugares, a sitios que no se pueden conseguir y si se llegan a conseguir te decepcionan así que esa búsqueda de otros lugares quedó impregnada en mí para el resto de mi vida», explica Kiefer para quien «la religión es también mitología».

Prefiere ser artista de la historia que artista político aunque a sus 73 años no se inmuta por los adjetivos que le cuelgan. Sobre el de artista político dice lo siguiente: «Yo dejo al público que vea lo que quiera en mis obras, cada persona ve una cosa distinta. Yo no soy político, hago arte para encontrarme a mí mismo, mi arte tiene que ver conmigo; sin embargo, estoy informado, pero no puedo dirigir a los políticos».

Con su colega, Georg Bazelitz, forma un par de artistas incómodos para su país. Ambos han denunciado la amnesia colectiva respecto al Holocausto en la que se criaron. Kiefer reside y trabaja en Francia desde 1992.

La década de los años 60 -la juventud para el artista- resultó fértil para rechazar el pasado de su país y también para sembrar ideas en su mente que, como la de Valhalla, ha tardado tiempo en materializarse. «Walhalla estaba en mi cabeza desde la década de los 60, es un mito como ese horrible serial televisivo, Juego de tronos, en el que está toda la mitología, los mitos están vivos, sólo hay que buscar la raíz de la mitología para intelectualizarla», aduce el pintor.

Kiefer nunca da una obra por acabada. Cuando ve uno de sus cuadros, su instinto le lleva a retocarlo, lo cual le ha causado problemas en más de una ocasión. «Yo empiezo un cuadro con el color y alguna forma, no sé cuál, y lo cuelgo en la pared, hablo con él, discutimos, lo toco y retoco, lo descuelgo y lo vuelvo a colgar con nuevos cambios hasta que digo vale porque debe ser finalizado, no porque yo lo dé por acabado, a veces veo obras de hace 30 años y siento el impulso de retocarlas, cuenta recordando que «en la retrospectiva que me hicieron en el Centro Pompidou de París hasta la Policía me impidió retocar mis propias obras».

Su estudio en Barjac, sur de Francia, se hizo legendario por los 35.000 metros cuadrados que ocupaba. Sus cuadros son de grandes dimensiones y trabaja todo tipos de materiales, pero al margen de los metales o los lienzos de más de diez metros, Kiefer acumula objetos como obsoletas sillas de dentista, neveras y cajas fuertes o troncos de árboles que, como los envoltorios de polvos mágicos, recrea al cabo de los años en esculturas. Desde 2008 reside en París con su segunda esposa y los hijos del matrimonio. Colecciona los dientes sustraídos de las encías de amigos y conocidos, y ha utilizado sus propias uñas en sus obras de arte. La pasión por coleccionar le acompaña desde su infancia. «A mí me gustaba coleccionar cosas, para enojo de mi madre que hacía lo contrario, no me gusta tirar nada porque todo me es útil, aunque en el estudio en el que trabajo y vivo debo encontrar el vaivén adecuado entre el caos y la organización; si hay demasiado caos pierdes el control, si excede la organización, está muerto».

«Crecí en un pueblo en el que no había nada, el aburrimiento me hizo filósofo; hoy, eso, para mis hijos es imposible; yo disponía de algunos ladrillos para jugar, empecé haciendo casas con ellos y no he parado».

Texto e imágenes extraídas del artículo : http://www.elmundo.es/cultura/2016/11/25/58382954e2704e002b8b45a2.html